Mi nombre es Lana O'Leary y nací
en Kinsale, al sur del país. Mi padre era de Inistioge, recuerdo cuando era una
niña pequeña y me hablaba del viejo puente de piedra, cubierto de maleza.
Conocía de memoria el recuento de las antiguas batallas que mencionaran en los
anales de los cuatro maestros, entre el reino de Osraighi y las armadas de los vikings.
Yo de eso me acuerdo muy poco, unos versos sueltos, la melodía principal y poco
más. De él heredé las manos grandes, los ojos tristes y la alegría de la música y el canto. En cuanto a mi madre, sé que ella
nació en algún lugar de Donegal, pero no hablaba de eso, al menos no conmigo.
Conoció a mi padre –que estaba de viaje– una tarde de abril, recogiendo moras
afuera de la hostería donde trabajaba en aquel entonces, en las afueras de
Kenmare en Kerry. Fue amor a primera vista. Se casaron al cabo de dos meses y
vinieron a vivir aquí. De ella tomé su paciencia, generosidad y el cabello
rojizo.
He vivido la mayor
parte de mi vida en Kinsale, una vida sin grandes sobresaltos. Mi mayor
aventura fue conocer Abertawe y su costa profundamente azul. Recuerdo el
puerto, los astilleros y el gran teatro, donde vi una representación sobre la
vida de un rey británico, pero la verdad es que no entiendo bien el inglés. Me
gustaron los actores tan expresivos y la puesta de sol sobre el estuario del
Loughor, con sus pequeños botes y los bañistas veraniegos aventurándose en la
distancia.
Mi vida ha sido más
bien modesta, pero es importante para mí hablarle de Conor Dohertie, porque si
no lo hago yo nadie lo hará, y algo se habrá perdido para siempre y no me gusta
la idea de que cuando yo muera nadie conozca la historia de Conor. Se lo cuento
porque sabe escuchar y porque me dicen que usted escribe, y papá siempre decía
que "la sangre del mundo corre bajo la lengua del poeta". Pero basta de tonterías, le
contaré un poco de él. Conocí a Conor en la forma en que se conocen las
personas en Kinsale, es decir, en los bailes que organiza el ayuntamiento por el
festival de la primavera; la otra forma sería en una taberna, pero yo nunca fui
a esos lugares.
En marzo el tiempo
es más agradable, y el viento del mar carga un aroma fresco y dulzón desde la
isla de Cahir, al tiempo que maduran los manzanos salvajes. Cuando lo vi por
primera vez en la plaza central sentí algo de foráneo, y a la vez una
familiaridad difícil de explicar en su forma de conducirse y de caminar.
Acababa de llegar desde Escocia el día anterior. Lo primero que noté fue lo
sereno de sus ojos azules y su cabello azabache. Bailamos esa noche, debo
confesar que no le entendía del todo, mezclaba muchas palabras de su país en la
plática, y sin embargo encontraba miel en su forma melódica de decir las cosas y
una fuerza magnética en su baile.
Al cabo de unas
horas, cuando la mayoría del pueblo se encontraba adormilado y feliz, luego de
la fiesta, nos retiramos al Pony Verde donde me convenció de tomar un whisky.
En ese momento escuchamos caballos galopando, seguido de una pausa súbita. Y
tres hombres desconocidos entraron haciendo bulla, borrachos y preguntando por
un tal Sean. Entonces me llevó, Conor, arriba, y entramos a una habitación, le
dije que no era ese tipo de chica, pero sus pensamientos estaban en otra parte.
Me dijo "vienen por mí, Lana", "pero buscan a un Sean" le
contesté, a lo que respondió diciendo que "ese nombre ya lo dejé atrás de
mi". Sacó un cuchillo reluciente de su pantalón y comenzó a pulirlo con
una devoción que me recordó a mi padre cuando hablaba de sus años en la marina,
y de la vez que tuvo que matar a un hombre en combate. Sus ojos se veían similares
en aquel momento, distantes y a la vez vivos. Me dijo que sin importar lo que
escuchara permaneciera en la habitación, yo asentí y salió.
Hubo gritos, y
golpes secos, era como si el infierno se hubiera desatado afuera de la
habitación, y la puerta fuera todo lo que me separaba de las mareas ascendentes
de caos. Luego se hizo el silencio, esperé unos minutos pero no había señales
de Conor. Saqué la cabeza sólo para ver los rastros de la destrucción que se
había desatado hace sólo unos minutos atrás, entonces vi a Conor subiendo la escalera,
tenía un poco de sangre en la frente y cojeaba. Al verme apresuró el paso, me
tomó por la cintura y entramos al cuarto nuevamente. Me tiró en la cama,
primero jugó con mi cabello, luego conmigo. Cuando terminamos me habló de
nuevo, me dijo que era un hombre buscado y que no había nada para él en estas
islas, sólo muerte. Me dijo que me fuera con él, que sería mi hombre y
protector.
Quería ir a América
a buscar una vida a su medida, donde nadie lo conociera y pudiera probar
fortuna. "Siento que he estado huyendo toda mi vida", dijo con sus
ojos inmóviles y su mano en mi pecho "¿Huyendo de qué?" pregunté,
"De una vida que se me impone, de hombres que me odian sin objeto. Siento
que el mar guarda mi destino. Lana, sé mi mujer y ven conmigo." La noche
revela muchas cosas, y a la vez hace que uno olvide otras tantas. Partió al
amanecer, y me prometió que escribiría. Su plan era simple: me daría aviso de
cuando llegara a Shanon, esperaría por mí cuatro días, tiempo suficiente para
reunirnos nuevamente o para hacerle saber mi negativa. Los días pasaron con su
pereza habitual, y fue una mañana ventosa que recibí de manos de un niño la
carta esperada. Aquel día el mar se agitaba con violencia, y estaba cargado de
un olor espeso a podredumbre.
Nunca abrí la
carta. Usted se preguntará la razón, la verdad es que no puedo ayudarle, la
desconozco. Mi madre tenía una forma peculiar de ver las cosas, ella decía que
aunque uno se reconozca en el espejo difícilmente podría trazar los surcos de arrugas
con la punta de sus dedos, "No sé dibujar mi rostro en la arena"
decía a menudo. No la entendía, pero cuando una se hace vieja aprende algunas
cosas. En este punto he renunciado a pretensiones como entender a aquella niña
que fui alguna vez. No ha sido fácil, antes lloraba mucho pensando en eso y
otras cosas. Para serle sincero, si la viera hoy no la reconocería en absoluto.
Si fue por temor, o estupidez, amenaza paterna, o simplemente la esperanza
blanda que me daba mi rutina lo que me detuvo de abrir esa carta. Pero la
memoria, gastada como está, es una de las pocas cosas que aún me quedan, y le contaré
el resto de la historia.
Me casé el año
siguiente con Sean O'Leary, un hombre bueno, y tuvimos dos hijos –gemelos– y
una hija. Ahora todos viven lejos de aquí, pero a veces escriben. Me gusta leer
una y otra vez sus cartas justo aquí donde estamos, dónde recibí aquella carta
hace ya muchos años e imaginar cómo son sus vidas en aquellos lugares que me
describen, de nombres extraños. Hace dos años vino Carol –es el nombre de mi
hija– a visitarnos, llegó primero a Shanon, donde esperamos su bote con
impaciencia. Nos quedamos en una posada modesta que tenía vista al mar. En la
mañana salí a tomar un paseo en la calle principal, recuerdo haber llegado a
una zona densamente arbolada: era el cementerio. Caminé entre las tumbas sintiendo
una melancolía familiar, una hiedra con flores azuladas coronaba una tumba de
piedra gris, sin adorno alguno y con una inscripción que llevaba el nombre de
Conor McNamara.
Entonces supe que nunca
llegó a América. Sus sueños, como mi propia vida, se quedarían en Irlanda para
siempre. Su muerte me pertenecía por fin, en aquel instante que duró toda una
vida en ser encontrado, en un cementerio lejos de casa, junto al mar. Dicen que
la muerte es más fuerte que el amor, pero yo le puedo decir que viví 40 años
acariciando el sueño, mordiendo la duda, besando la pena de mi negación. Aún
ahora, a veces me pregunto cómo habría sido de haberme reunido con él.
¿Conocería la íntima muerte del cuchillo? O ¿estaría acaso en un país
desconocido? Yo sólo sé que una noche en primavera, hace muchos años, la vida
me otorgó todo lo que le es dado revelarnos.
Esa es mi historia,
gracias por escucharla hasta el final. Le doy mi carta, usted sabrá qué hacer
con ella.
*Publicado originalmente en: Rojas, Carlos (2013) "Gomorría" En El Fanzine del Cerdo Violeta No.4. Antes de la revolución. León, México, pp. 24-25.